Lo hemos logrado!, ¡lo hemos logrado! Y así seguiría la crónica entera, escribiéndolo mil veces como si fuera un castigo que conviene recordar aunque se trate de una bendición que ya no se olvidará jamás. Porque somos finalistas de una Copa del Mundo, y lo somos todos, los héroes de allí y los testigos de aquí, a título personal, colectivo y en representación de los que no lo vieron y lo desearon tanto como nosotros. Sí, somos finalistas y el próximo domingo estaremos iluminados por el mundo, observados por tantos millones de personas que se me escapan los ceros y los pares de ojos. Qué decir. Pónganse guapos.
Frente a la mejor Alemania de los últimos tiempos, frente al equipo que goleó sucesivamente a Inglaterra y Argentina, la Selección española desplegó un fútbol arrebatador e hipnótico, y no volveré a la Eurocopa porque esto fue mucho mejor, más elevado, más exigido por el torneo y por el rival. Porque Alemania hizo lo posible por recordarnos que su fama no es mentira. Cada vez que asomaba la cabeza para tomar aire, en cada una de sus salidas al contragolpe, había un cuchillo que nos rozaba la aorta. Rápidos, verticales, profundamente malintencionados.
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